Algo muy valioso que me ha enseñado el yoga, a través de las décadas, es el poder reconocer que cuando nos conocemos a nosotros mismos podemos percibir el potencial de creación que nos ofrece nuestra propia vida.
Nos empieza a ser difícil echar la culpa a los demás o a las circunstancias, de aquello que no hacemos o aquello que posponemos.
A veces quisiéramos volver atrás y dejar de ser tan conscientes. Es verdad que ser creadores comprende una gran responsabilidad, pero no debe tampoco ser una carga cuando aprendes a ver en el mundo mismo un camino de integración.
Para que el camino sea ligero tenemos que saber reconocer el dialogo entre nuestra mente y nuestro corazón. Eso nos recuerda, una y otra vez, que nuestra vida no es casual, sino que tiene un sentido.
No podría decir que es algo que tengo claro todo el tiempo, mas bien, sé que para perforar los múltiples velos de ignorancia que me impiden despertar a la vida, tengo que ejercer cotidianamente ese poder creador.
He llegado a reconocer que para desarrollar mayor intimidad conmigo misma, lo que principalmente necesito es la suficiente atención para estar presente en las experiencias con un sentido de totalidad. No tengo como objetivo el querer ser testigo, o querer silenciar a la mente; mucho menos querer convertir a las experiencias en una oportunidad para trascender los deseos. Me he dado cuenta que eso me lleva a la idealización del camino espiritual.
He dejado de pensar que “ser espiritual” comprende hacer a un lado los deseos, prefiero verlos, reconocerlos y dirigir mi energía a integrar las experiencias cotidianas.
Te invito a explorar la experiencia cotidiana de darte tiempo de digerir las emociones que has experimentado en el transcurso del día. Al concluir la jornada, antes de dormir, en una postura de descanso, entra en contacto con aquello que no pudiste sentir plenamente, ya sea grato o incómodo, y descubrirás que esa radical auto-aceptación te mostrará naturalmente a ese aspecto del ego que prefiere tener la razón antes que ser feliz.