Desde los inicios de la civilización humana, hemos utilizado el sonido y la música como un territorio de conexión con nosotros mismos y con los demás.

Algo muy potente en nosotros, nos llevó a crear instrumentos de sonido con lo objetos que encontramos alrededor nuestro en la naturaleza. Hemos arrullado a nuestros hijos con cantos, murmullos, sonidos y con pequeños instrumentos sonoros.

Nuestra interacción grupal ha incluido rituales de música y danza para celebrar tanto a la vida como a la muerte, para sanar colectivamente, para expresar emociones, para negociar con otras tribus y para iniciar o terminar una guerra.

Flautas, tambores y cantos han ayudado a nacer, morir o sanar y nos han acompañado en nuestra expresión humana, de muchas de maneras.

Por medio del sonido evocamos a la vida y a las fuerzas creadoras que nos rodean, manifestando estados, ya sea de resonancia o de disonancia.

Todo lo que somos y todo lo que creemos podemos traducirlo en que cada uno de nosotros da una nota de lo que somos, esa nota única que solo nosotros aportamos a la vida. Somos como un instrumento de percepción que se ha sintonizado, de acuerdo a la historia que hemos vivido desde nuestra infancia.

Entramos en sintonía con aquello que nos es es afín, pero tenemos el poder para sincronizarnos con algo diferente, cuando nos lo proponemos, si realizamos nuestro propio proceso de transformación, de forma cotidiana.

Hoy en día, pareciera que la nota del miedo es muy alta en nuestro mundo, la incertidumbre y la inestabilidad se han vuelto dominantes. Como si los instrumentos estridentes nos impidieran escuchar a aquellos que son mas sutiles, pero no por ello, mas insignificantes. Esas notas sutiles contienen a la confianza, a la empatía, al auto-cuidado, a la solidaridad y a la presencia consciente.

Cuando cultivamos esa sensibilidad capaz de acceder a la imaginación creadora, podemos reconocer que no solo somos parte de los demás, sino que somos los demás y somos la vida manifestándose a cada instante.

Lo fascinante de todo este lenguaje de resonancia, de nuestra conexión con la música, el sonido y la danza, es que está profundamente relacionada con lo que somos corporalmente. Somos un 70 por ciento de agua. Nuestro cuerpo está constituido por un elemento líquido en donde habita la fascia y que es utilizado como fuerza de transmisión a través del cuerpo. El tejido de la vida es esa matrix que comunica y conecta de forma sistémica, las energías que la constituyen. Habiéndo dado predominancia al sistema nervioso y al circulatorio hemos ignorado este circuito vital.

Albert Szent-Györgi, ganador del Premio Nobel en Fisiología en 1937, afirmó en 1988 que “Las moléculas no necesitan tocarse para interactuar. La energía puede fluir a través del campo electromagnético junto con el líquido que forma la matrix de la vida”.

Por otro lado, James Oschmam afirma en su libro “Energy Medicine in Therapeutics and Human Performance” que no es que haya algo malo en la bioquímica y sus aplicaciones médicas como farmacología, sino que al solo ver las reacciones moleculares, hemos ignorado el resto de la historia, es decir, el rol de los electrones, el campo electromagnético y los demás procesos, así como las propiedades del espacio y de la conciencia misma.

La textura de este cuarto estado líquido que nos habita, y sostiene nuestro espacio interno, es de índole gelatinoso, y ha sido reconocida por Gerald H. Pollack como la cuarta fase del agua, mas allá de su estado sólido, líquido o vapor.

En realidad esto nos puede permitir comprender que la organización biológica que somos tiene cuatro dimensiones: macroscópica o anatómica, microscópica o celular, molecular o nivel proteínico y submolecular o nivel electrónico.

El movimiento es mucho mas de lo que pensamos, es una poderosa fuerza que tiene un potencial transformador único. El movimiento es capaz de reorganizar y armonizar, aunque también es capaz de deshidratar y desgastar. El movimiento es capaz de amplificar nuestra conciencia y puede ser utilizado para afinar a nuestro instrumento corporal, y con ello a nuestro estado de conciencia.

Si mi mundo interno se vuelve mas resonante, mi energía sutil me permite ampliar el campo de conciencia para expandir mi mirada y multiplicar mi capacidad incluyente.

La vida es información en movimiento, el dolor y el trauma se traducen en movimiento detenido, en fluidez interrumpida.

Cuando mi cuerpo no siente, pierde presencia, hay desintegración, hay disonancia. Me percibo a mi mismo de manera limitada y reducida. Me vuelvo disonante y lo que me rodea se me vuelve inaccesible, e incluso me rebasa. Mi nota se pierde, mi instrumento corporal se desafina y por lo tanto se le dificulta la integración.

Te invito a explorar los talleres y clases de @vitalidadsomatica, en donde accedemos a experiencias de integración y de presencia resonante, en donde vemos al movimiento como una indagación de ese llamado interno de expresión.